Como medio periodístico que contribuye a formar opinión, naturalmente respetamos las ideas cuando éstas son vertidas por actores políticos válidos. Pero las rechazamos cuando provienen de demagogos o imberbes que fungen de suma autoridad. Esto último, a propósito de las recientes, incalificables expresiones despectivas del ex presidente Alejandro Toledo, dirigidas contra el actual jefe del Gabinete, palabras que calificamos de impertinentes, excesivas y pendencieras. Deploramos que un ex presidente haya usado los medios de prensa para lanzar infundios –en un momento de evidente tensión política interna–, recurriendo a calificativos que convierten su intervención en vergonzoso desliz.
Que no se malinterprete. No intentamos asumir la defensa del premier, pues creemos que él puede hacerlo solo, con sus colaboradores, o con el partido al cual pertenece. De lo que se trata es de llamar la atención sobre la actuación electorera de Alejandro Toledo, quien insiste de manera sistemática en usar a la prensa para explayarse sobre temas de política, acostumbrado a declarar corriendo al o del aeropuerto –porque, por boca del propio Toledo, su apretada agenda cosmopolita lo lleva a viajar constantemente por los cinco continentes–. Toledo tiene el derecho a opinar pero, definitivamente, no descendiendo a su acostumbrado nivel arrabalero, y encima ocultándole al país su verdadero objetivo: demoler la gobernabilidad para –en forma temeraria– allanar el camino de su candidatura para el 2011.
Peor aún, resulta insultante que este ex mandatario señale que el ex presidente del Congreso, Javier Velásquez Quesquén, ha sido “sacado del fondo de la olla”, y que es “un político de tercera línea”, un “chí señó” del gobierno actual. Ante esa díscola fraseología debemos decir que Toledo no es precisamente un individuo que exhiba verbo redondo ni ironía fina y educada, dos condiciones elementales para la polémica. Está a años luz de la elegancia de un Fernando Belaunde Terry, por ejemplo, hombre hábil en la esgrima verbal. Por cierto no hay punto de comparación, pero Toledo insiste en ese estilo venenoso que solo contribuye a consolidar el espíritu subversivo que viene imponiendo la ultra como práctica política. Y cuidado que Toledo deberá responder por un asunto puntual que esa misma ultra va a usar como consigna electorera: la falta del gas de Camisea para satisfacer el mercado interno, debido a los cuestionables, oscuros contratos suscritos en su gestión.
En consecuencia, la torva artillería verbal de Alejandro Toledo confirma que no es –nunca fue y jamás será– un estadista ni tampoco un académico con solvencia intelectual y debida madurez, a pesar de haber transitado por la primera magistratura de la República. El Perú necesita centrar el debate de los problemas institucionales, sociales y económicos del país, lejos de la pedestre demagogia, fuera del irresponsable titular o de la huachafa pachotada para la platea. Los que se consideran líderes deben estar por encima de la “chaveta política”, más todavía cuando alguno fue jefe de Estado, estando obligado a conservar la sindéresis de tal investidura. Predicar con el ejemplo es lo mejor. El asunto es que Alejandro Toledo demuestra consistentemente que no puede hacerlo.
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